MANDATO ANCESTRAL

27 de enero de 2013

Las mujeres hacemos cosas verdaderamente inexplicables. Algunos atribuyen muchas de nuestras acciones a la locura extrema. Facilistas. Otros, dicen que somos masoquistas. Fabuladores. Muchos hombres piensan que lo hacemos por ellos. Machistas. Otros hombres sugieren que lo hacemos por envidia de otras mujeres. Idiotas. Particularmente, creo que lo hacemos por mandato. Esa parte del mandato ancestral de la que no nos pudimos despegar. Algunas más, otras menos, todavía conservamos algo en los genes que nos lleva a realizar prácticas que, pensadas, no las haríamos.

No sé si les dije, pero soy bastante rebelde. En esto de los mandatos ancestrales también. Pero no lo suficiente, evidentemente. De otra manera, no estaría escribiendo esto.

Por ejemplo, cuando aparecen las canas, aparece también la tintura. Se supone que la tintura soluciona el problema de las canas. Y debe ser verdad. El tema es que gracias a la tintura aparecen oooootros problemas. Básicamente surge el tema “raíces”. Las raíces son algo que no existe hasta que te empezás a teñir. Y aquí también nace el conflicto: me dejo las canas o lucho con las raíces? La peluquería se torna así quincenal y ello implica tiempo, dinero y unos ovarios de oro a prueba de peluqueras/os y asistentes a la peluquería. No sé por qué últimamente las peluquerías son completamente vidriadas hacia el exterior, de forma tal de ponernos en ridículo frente al público transeúnte. Alguna vez pasaron por la pelu y observaron? Háganlo. Mujeres con los pelos parados, endurecidos con pastas de colores y papelitos metálicos en la punta o con gorras de pileta y agujeros hechos con aguja de crochet de los que brotan mechas también coloridas. Patético. Me niego a dar ese espectáculo gratis.

En la peluquería también tenemos el tema bibliográfico. Qué hay para leer en la sala de espera? Publicaciones varias con chismes faranduleros o con chismes High Society, revistas de peluquería con cortes estrafalarios y raros peinados nuevos que jamás nadie solicitará hacerse. No hay National Geographics, ni revistas literarias, ni de cocina, ni de jardinería, ni siquiera el diario del día!!!!

No me tiño.

En la peluquería se ofrecen otros servicios también. De belleza, obvio. Con esos parámetros de belleza del mandato ancestral del que les hablaba al principio. Por ejemplo, la manicura.

La manicura es una mujer posesiva sin límites. Se apodera de tu mano y primero te la deja tonta. La mano, digo. Te deja tonta la mano. Te hace poner los dedos en un bol que yo usaría sólo para ensalada de frutas. Se supone que en el bol hay agua jabonosa, pero cada manicura debe tener su secreto malévolo y debe poner alguito más. Y te dejan la mano ahí durante el tiempo que a ellas se les canta. Googleen el tema. San Google dice 3 o 4 minutos. Ja! Te dejan ahí hasta que ya no tenés dominio de tus dedos. Entonces te agarran la mano que ya está tonta (y la dueña de la mano también) y te entran a manipular los dedos. Estiran, recortan, separan, empujan la cutícula… Y la dueña de la mano pone cara de voy a quedar divina. Eso si no se hace las manos mientras espera que le tome la tintura con la cabeza llena de papelitos plateados. Los mismos que yo le pongo a las patas de pollo en el horno. Una verdadera vejación.

No me tiño. No me hago las manos.

Pero en las peluquerías también tienen centros no clandestinos de tortura, comúnmente llamados, salones de depilación. La depiladora definitivamente es una resentida. No tengo otra explicación. Cómo puede uno cobrar por tirarte cera caliente sobre la piel, abanicarte con cara de “mirá qué buena soy que me compadezco y te refrigero el cavado”, luego decirte con vos de abuela que cocina flan de dulce de leche: “respirá hondo, querida” y tirar con alma y vida mientras se te frunce hasta el meñique del pié. Y si la mina puede cobrar, lo que no me explico es como una puede PAGAR para que te hagan eso. Lo peor, son las minas que están esperando para entrar. Qué les pasa que cuando escuchan el segundo grito no salen corriendo? A las depiladoras hay que denunciarlas ante algún organismo de derechos humanos. Definitivamente.

No me tiño. No me hago las manos. No me depilo. No me depilo en la depiladora, tengo una maquinita maravillosa con la que resuelvo el tema en contados segundos en la intimidad de mi hogar.

Bueno, no sé si les dije, pero el punto es que sí voy a la peluquería. Cada seis meses más o menos a cortarme el pelo. Las puntas. A veces, en ese instante, aparece el mandato ancestral y me parece interesante “cambiar un poco”. Y me corto el flequillo. ZAS!!! EL-FLE-QUI-LLO!!! Es que nadie te dijo ADRIANA que el flequillo hay que mantenerlo. El flequillo crece y te tapa los ojos. Cada quince días: peluquería. Y comienza el loop del martirio: mujeres que se tiñen, mujeres que se hacen las manos, mujeres que se depilan. Lo tolero sólo tres o cuatro veces. Eso implica que el flequillo me dura dos meses como mucho. Ahí decido que “me lo dejo crecer”.

Y acá comienza la historia. Dejarse crecer el flequillo es todo un desafío que nos puede hacer flaquear. Al principio te lo vas acomodando como puedas, hasta que te llega a los ojos y empieza el periplo. Primero un brushing hacia el costado, dos días después unos invisibles, vincha, gomita, un soplido hacia arriba, la mano en la frente… el flequillo molesta para leer, para ver la tele, para cocinar, para comer… y te pongas lo que te pongas, sos una ridícula.

El fastidio llega a un punto en el que decís: me lo corto y listo. Y ahí estamos. Buscando la tijera porque es domingo, el lunes la pelu no abre y a este flequillo maldito no me lo banco más. Y empiezo a caminar en círculos por los sesenta metros cuadrados del departamento buscando la bendita tijera. Y mis hijos me miran y mi marido hace que no me ve.

- A dónde mierda está mi tijera???
- Qué tijera?? –mi marido
- La del baño… Quién carajo agarró mi tijera???

No sé si les dije pero yo tengo cosas para cada uso en distintos lugares de la casa. Tijeras, por ejemplo. En el costurero la de coser. En la cocina la de cortar el sachet de leche o el hilo de la piza. En el baño la del flequillo.

- Qué te pasa, mami?? –el mayor
- Busco la puta tijera
- Papi… qué le pasa a mami?? –el menor
- Habla sola, dejala… está loca –mi marido
- A quién le dijiste loca? Yo estoy loca? Por qué no le decís loca a tu madre?

Y mientras digo eso tengo la tijera de la cocina en la mano. La grandota. Y mi marido me mira la mano y arquea las cejas hacia los hijos. Eso en lenguaje de pareja significa: Qué hacés? No ves que están los chicos? Esa tijera es peligrosa!!

Y entonces la loca se repliega, guarda la tijera y yo me soplo el flequillo y explico:

- no pasa nada, hijos… es que no me banco más el flequillo y me lo quiero cortar, pero esta no es la tijera. Busco la otra, la chiquita, la negra… no la vieron?
- Ah… si… la usé yo y la dejé en el escritorio… –el menor
- Es verdad… la usó para cortar los bracitos de los muñecos de plastilina… –el mayor
- Plastilina??? CON LA TIJERA DEL BAÑO?????!!!!!

Iba a sacar la tijera grande del bolsillo. Pero mi marido me volvió a mirar arqueando las cejas. El martes voy a la peluquería. Quizás me depile también, así tengo listo el tema para las vacaciones.


 

Copyright © 2012 Adriana Fernandez